HAY QUE PODER

Chema Guevara

El Arcade Residente

Se ha cumplido un año desde que el Partido Popular ganó las elecciones obteniendo diez escaños más de los necesarios para gobernar con mayoría absoluta. Sin embargo, la suma de los votos obtenidos por las otras formaciones políticas fue superior en casi un millón y medio, o lo que es lo mismo, con el 44% de los votos el PP consiguió el 53% de diputados. Si a eso añadimos que cerca de un tercio de la población con derecho a voto no acudió a las urnas, pensar que las decisiones tomadas unilateralmente por el Gobierno durante este año están respaldadas por una mayoría democrática es una convención bastante alejada de la realidad. Y eso no es todo, lo más hiriente es que las medidas adoptadas han sido contrarias a las prometidas en aquella campaña electoral que les condujo al triunfo. El último ejemplo, su intención de desatascar la sanidad o la justicia aplicando tasas, un fraude que terminará por desengañar a muchos de sus votantes que no son, como ellos, ricos de toda la vida.

Creer en este sistema democrático se ha convertido en un ejercicio de fe sólo justificable por la cerrazón de pensar que no existen alternativas de representatividad diferentes a las que venimos sufriendo. Cambiar la ley electoral o incorporar la celebración de referéndums sobre medidas que afecten a las condiciones de vida de la población no parecen medidas tan revolucionarias y permitirían que la ciudadanía se sienta más partícipe y no, como ahora, sometida y humillada por el poder político.
Estamos viviendo tiempos en los que las contradicciones y falsedades del sistema político y económico están aflorando y muestran en toda su crudeza las injusticias de una realidad social que se viene aceptando como inevitable. Afortunadamente el despertar de buena parte de la ciudadanía está creando las condiciones para buscar el cambio que la sociedad necesita. Las movilizaciones contra los recortes, las que exigen la paralización de las ejecuciones hipotecarias que echan a la gente de sus casas, las que denuncian quiénes son los verdaderos beneficiarios de las privatizaciones de centros sanitarios y educativos o las que defienden un acceso igualitario a la justicia, son el principio de un proceso en el que se asume que votar no es suficiente para defender los intereses ciudadanos.
La pérdida de confianza en los representantes políticos se ha venido fraguando en estos años de crisis hasta llegar a un desengaño general que conduce a la descalificación indiscriminada. Sin despreciar el peligro que encierra un sentir popular como éste en manos de los partidarios de una solución autoritaria, hay que reconocer que no es fácil ir más allá del sucio o incompetente papel que muchos «políticos» están interpretando. Pero es un esfuerzo necesario. Debemos descubrir a sus manipuladores, desmontar el tinglado económico mafioso en el que ellos actúan como comparsa más o menos entusiasta y, en no pocos casos, como auténticos sicarios.
Provoca irritación el hipócrita discurso sobre la conveniencia de frenar los desahucios por parte de quienes tienen o han tenido responsabilidades de gobierno, cuando es evidente que son los mismos que ordenaron, y siguen ordenando, a las fuerzas policiales que actúen con toda la violencia necesaria para que prevalezca el derecho de los estafadores. Pero es cierto que el clamor popular denunciando esa injusticia ha obligado a reconocer, aunque sea tarde y mal, que algo debe cambiar. Sí, se puede influir en la toma de decisiones. Es sólo un primer paso, pero señala la dirección del largo recorrido que queda por delante.
Ahora, la información parcial sobre casos de corrupción o cuentas bancarias no fiscalizadas, utilizada en la campaña electoral catalana, debería abrir un nuevo capítulo de la lucha ciudadana: abolir el modelo fiscal imperante. La ocultación de las listas de defraudadores y el castigo a quienes han tratado de publicarlas es una muestra de cómo se ayuda a los grandes tramposos. Las declaraciones desde la Agencia Tributaria, atribuyendo el 74% del fraude fiscal a las grandes compañías empresariales o financieras y a las familias adineradas, ponen al descubierto la flagrante injusticia de unos recortes en el gasto público que podrían evitarse con la recaudación de los tributos escamoteados gracias a argucias fiscales y evasión de capitales. Esa es la revolución pendiente, y trasciende de nuestras fronteras, acabar con los paraísos fiscales y con la escasa o fraudulenta tributación de los más ricos. Y si no podemos, nada cambiará.

 

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