Recuerdo de lo que un día fue

Pinares70281

Antonio López Santalla  – Ingeniero de Montes

Corría el inicio del primer milenio cuando los cronistas de Estrabón divisaban en la distancia aquel paisaje elevado, salvaje, recóndito y alfombrado de una verde espesura vegetal, desde sus vaguadas hasta los verticales roquedos de sus cimas. 

Alfonso XI contempló al oso y al puerco serrano correr entre su valles, al grito de las vocerías que hacían conducir las piezas hacia el alto collado, donde las armadas esperaban para darles caza. La espesura de un monte continuo y fragoso sólo quedaba al descubierto allí donde la aridez rocosa de los canchales no deja espacio al arraigo de los vástagos vegetales ni al refugio de las bestias del bosque. 

 

Todo el valle en su conjunto, desde la hoya hasta las elevaciones circundantes, era arbolado continuo, una gradación desde la campiña a la cumbre en alternancia de encinas, enebros, robles y pinos, entremezclados de singulares acompañantes como cerezos, manzanos, arces, espinos, álamos, abedules, alisos en las riberas o tejos en las umbrías. 

La necesidad humana ávida de terrenos para su provecho dio fin a tan valioso paisaje que dejó de ser foresta para convertirse en erial y terreno yermo, a excepción de algunos retazos adehesados que sobrevivieron al hacha, al diente y al fuego. Así lo relató Máximo Laguna en el siglo XIX, quien fue testigo de una sierra desprovista de bosques en decenas de kilómetros de recorrido. 

Un siglo después se inició la recuperación de las cubiertas de este paisaje, una ingente labor para devolver al terreno desnudo parte de la vestimenta vegetal perdida. Un regimiento de pinos logró recuperar aquel desagüe de fertilidad que, al amparo de los días fue tapizándose de nuevo con una estructura vegetal homogénea, aunque poco parecida a lo que un día narraron los cronistas. 

Mermado en su condición original, el bosque creció con el paso del tiempo pero sin superar su incipiente condición, quedando anclado en un pionero e infecundo pinar, aparente pero no permanente. 

El devenir de los años, el desdén de las administraciones y el olvido de las memorias han hecho de aquel resurgir de las cenizas un paisaje estático, inmóvil y congelado en el tiempo. Un estatismo peligroso, porque el bosque viviente y dinámico que un día medró al ritmo del clima y del tiempo, es hoy una imagen fija en decrépito deterioro. Árboles maduros caen abatidos por el viento y la competencia por el espacio, otros dejan secar sus ramas mientras luchan entre iguales por un pedazo de monte escaso para tanta confluencia. El porvenir del bosque, que son los brinzales que medran al amparo de sus copas, aquí se muestra inexistente salvo en aquellos lugares donde permanecen algunos testigos del bosque que recorriera el rey cazador. La madurez aparente es la senectud de la masa. No hay intervenciones que propicien la entrada de árboles más adecuados en previsión de un tiempo más cálido que, indefectiblemente, desplazará los pinos a cotas más altas, si no los hace esfumarse un repentino e indeseable incendio o una plaga entrometida. 

A los ojos del profano se percibe, desde la distancia, un continuo bosque verde y estable digno de formar parte de un renombrado espacio. Sin embargo ante el observador curioso lo que se alza es un paisaje final y finito que, de seguir su rumbo actual, descuidado y olvidado, acabará en la memoria colectiva como el recuerdo de lo que un día fue. 

 

La Hoya de San Blas y el monte Aguirre, a las faldas del Guadarrama madrileño, representa en singular estampa el abandono de buena parte del paisaje forestal hispano, arboledas reconquistadas al pasado esforzadamente pero víctimas de un certero futuro ante una sociedad y una política que no les sabe otorgar el valor que merecen. 

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