Este mes de febrero, nuestra protagonista habrá vivido, Dios mediante, treinta y seis mil quinientos ochenta días, o lo que es lo mismo, 100 años, día arriba, día abajo.
El motivo de este escrito, y sus circunstancias, lo comparo con aquel niño que soñaba con tener un juguete que no conseguía pero que lo tuvo, por lo menos, en su mente y que con el paso del tiempo olvidó, pues el tiempo borra muchas cosas, pero la casualidad quiso que al final consiguiera el juguete y ahora intenta contar con pelos y detalles lo que en la memoria queda.
Día 24 de diciembre de 1960. Un servidor de ustedes, marcha al bar del señor Linos, junto a su entonces novia, hoy su esposa, a tomar un café y una copa de Licor 43 (no había para más).
Un ratito después llega mi jefe, Eladio, y me dice que había que ir a dar un servicio con el camión, pero que él está un poco delicado y no puede hacerlo.
Pensé y pregunté: —¿El día de Nochebuena y hay que dar un servicio?
Me contestó con un sí rotundo.
—¿En qué lugar?, pregunté yo.
—En Cardoso, me contestó.
— ¿El motivo?, volví a preguntar.
La respuesta: —Una señora de Bocígano está de parto y la traen andando en un colchón sobre unas parihuelas entre cuatro hombres. La carretera desde Bocígano hasta el Cardoso está intransitable. Ha nevado por la mañana y ahora parece que quiere volver a empezar.
Ni una palabra más. Las circunstancias mandan. Manos a la obra.
—Yo invito, dijo Eladio.
Algunos mozos amigos míos que están en el bar han oído la conversación. Cuatro se apuntan por si hay que ayudar. Y para Cardoso salimos los cinco.
Hasta la Fuente del Collado la carretera estaba despejada. Pero desde la Fuente hasta La Casa de los Pinos el camión ya empieza a patinar y no hay quién lo sujete.
Desde la antigua Fábrica de la Luz, por donde vienen con la mujer, uno de los porteadores se adelanta y sube más ligero para anunciarnos que ya queda poco para que lleguen. Dos de mis amigos van al encuentro para relevar a los cansados mozos.
Mientras, el resto, y casi a mano, hemos dado la vuelta al camión y le hemos puesto en dirección a Montejo. Los porteadores llegan extenuados con la mujer. Los tiempos apremian. Y digo tiempos en plural pues el nacimiento parece inminente y la nieve empieza a caer con fuerza. Pero aquí no acaban los problemas y la situación se complica pues no se puede sentar la mujer en el asiento de la cabina por los dolores que le supone. Y en la cabina no cabe la camilla, hay que recordar que las cabinas de los camiones de hace 70 años no son las cabinas de los camiones actuales, así que decidimos subirla a la caja del camión, donde podrá ir tumbada en el colchón y tapada con una de las lonas. No hay tiempo que perder. Dicho y hecho.
Y aquí tienen a un joven de 24 años, por una carretera de tierra, con un camión sin servodirección y una dura amortiguación, nevando, con poca visibilidad y con una señora con unos dolores de campeonato y unos compañeros diciéndome que me dé prisa pero que no acelere demasiado porque la mujer sufre mucho cada vez que pillamos una rodadura o bache. Y hoy parece que todo son baches.
Por fin llegamos a Montejo. Creo que fue en una furgoneta de Vicente Jaén, alcalde del pueblo, que se la traslada a la capital. Todos respiramos sabiendo que acabamos de hacer una buena obra y que pronto será atendida con los cuidados necesarios. Pero tengo que confesar que los gritos, chillidos y lamentos de Emilia, que así se llama esta gran mujer, quedaron grabados en lo más profundo de mi ser y de mi alma.
Pocos días después supe cómo había terminado aquel servicio. Entonces estaba de capataz de los pinos en Bocígano Jacinto Hernán, vecino de Montejo, y le pregunté por aquella familia. Me contó que la mujer había llegado a Madrid. Que había tenido un parto gemelar, cosa que ella desconocía. Había dado a luz a una niña, que nació muerta, y a un niño, hoy hombre de 65 años y de nombre Jesús, como no podía ser de otra manera, pues fue a las doce de la noche del día de Nochebuena que nació.
El tiempo va pasando, las canas aparecen, los recuerdos de juventud reverdecen y ahora he recordado que fue hace unos diez años que dando una vuelta por los pueblos negros junto a mi mujer, (aquella moza que estaba conmigo en la Nochebuena del 60), paramos en Bocígano para admirar la iglesia desde su Fuente del Pilón, que siempre mana, en la amplia plaza, y con el hermoso y erguido olmo que lanza sus ramas al cielo.
Junto a la fuente hay un machacadero en el que estaban sentados al sol tres hombres. Nos identificamos ya que aunque seamos de diferentes provincias somos vecinos y serranos. En ese momento me volvieron a la memoria los recuerdos de aquel acontecimiento y se lo empecé a narrar.
Uno de los hombres sonreía y asentía con la cabeza como si mi historia le estuviera gustando y antes de que yo acabara me interrumpió y dijo señalando a un grupo de mujeres que estaban de charla al otro lado de la plaza: —¿Ves a esa que está de perfil con el pañuelo negro en la cabeza? Pues es a la que tú llevaste aquel día.
Explotó como una bomba en mí. Me acerqué al corro de las mujeres y me identifiqué. Nos abrazamos, nos emocionamos, nos miramos y alguna lágrima quiso quedarse en la plaza. Nuestras memorias se convirtieron en un revoltijo de recuerdos. Éramos las fichas que faltaban en aquel puzzle de 1960. Quiso que fuéramos a merendar a su casa para que: —…os llevéis unas nueces y unas manzanas—. Todo era agradecimiento y gratitud por su parte. Gran mujer.
Sirva este escrito y este recuerdo como homenaje a todas las mujeres que vivieron en las zonas rurales de la sierra, en pequeños pueblos o pedanías, donde estas heroínas anónimas parieron a sus hijos sin médico, sin matrona, sin luz eléctrica, sin agua corriente en las casas, sin teléfono, sin televisión ni radio, ni coche de línea. Donde el carteo llegaba un día a la semana y el cura el tercer domingo del mes. Trabajadoras incansables sin sueldo que atendieron a las familias y a la casa. Que tuvieron que lavar en el río y cocer el pan. Que hilaron, segaron, escardaron, trillaron y atendieron el ganado. Y otras tantas faenas más.
Emilia, a sus 100 años, representa a todas las mujeres rurales y sólo puedo decir: ¡¡Viva la madre que os parió, Campeonas!!
Nota: Las carreteras que comunicaban nuestros pueblos en los tiempos que he relatado eran malas carreteras, de tierra, de piedra y estrechas. Hoy, en el presente, cuando en los pueblos ya queda poca gente, están bien asfaltadas y son anchas. Nos dan el pañuelo cuando no tenemos mocos…
Rafael de Frutos Brun
Montejo de la Sierra
Febrero 2025
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