EL SUEÑO DE LA RAZÓN 

Rosa Ortega Serrano

Yo también estuve en la manifestación del día 13 de noviembre en Madrid. Éramos muchos, y no todos comunistas, agitadores y vagos. Había padres, madres e hijos; adolescentes de 15, jóvenes mayores de 18 y menores de 40, sanitarios, muchos jubilados con perro y hasta un calvo. Dicen que 200.000 o 670.000, yo no los vi a todos, pero me sentí acompañada. Cuando te haces mayor valoras cada vez más que te cuiden y no te cobren por ello, al menos no en la cara y condicionando el pago a la calidad de los cuidados. 

Usurpar derechos, desmantelar atenciones y crear incertidumbres, debería estar penalizado y no solo en las urnas. Incluso aquellos que colaboran con su voto a este desastre de gestión sanitaria, viven engañados. ¡No se imaginan que el poder político tenga la facultad de privarles de médico y enfermera, eso es connatural a su estado del bienestar y nadie vota para vivir peor! 

Argumentos para exigir una sanidad pública, universal y digna hay muchos y todos pasan por la obligación de tributar debidamente a las arcas del Estado, lo único que exigimos los ciudadanos pacientes es que la cuantía de dinero traducida en impuestos sea suficiente y esté bien empleada. 

Como dijo un médico ilustre: “Podemos vivir un mes sin comida, tres días sin beber agua, siete minutos sin aire, pero solo unos pocos segundos sin esperanza”. Y eso es lo que nos arrebatan, ¡la esperanza! 

Llevamos años asistiendo a este despropósito. Siempre es el dinero, la necesidad de explicar los ajustes de la política con lo ajustado de la economía, el burdo mensaje de que a mayor riqueza menor desigualdad y que libertad significa hacer lo que te dé la gana. Siembra odio y te aplaudirán, te dejarán que les metas la mano en la cartera y hasta en la operación de rodilla. Acaso el miedo a estar enfermo acabe haciéndonos seres autómatas, sin empatía y capaces de entregar nuestra alma envuelta en una papeleta a los que nos roban la esperanza de curarnos, educarnos, tener acceso a la cultura. Parecía que el coronavirus, además de muchas penas nos traía solidaridad, por las noches aplaudíamos a rabiar a los ángeles de los cuidados, esos que ahora son demonios en huelga que se atreven a luchar por sus derechos y los nuestros.

De verdad, yo quiero a mi médico, valoro que Ana la enfermera llame a sus pacientes por su nombre y conozca sus dolencias. No quiero perderlo, ni eso ni la democracia, ni los ríos limpios, los mares con peces o el futuro para los más jóvenes. ¿Soy una tonta ingenua? Los versos de Gustavo Adolfo Bécquer, seguramente escritos para expresar una pena de amor nos sirven para simbolizar la desesperanza e inseguridad que nos procura este tenaz desmantelamiento de los servicios públicos: 

“Cuando me lo contaron sentí el frío

de una hoja de acero en las entrañas;

me apoyé contra el muro y un instante

la conciencia perdí de dónde estaba.

 Cayó sobre mi espíritu la noche,

en ira y en piedad se anegó el alma.

¡Y entonces comprendí por qué se llora!,

¡y entonces comprendí por qué se mata!

 Pasó la nube de dolor…con pena 

logré balbucear breves palabras…

¿Quién me dio la noticia? Un fiel amigo…

Me hacía un gran favor…le di las gracias.

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