Regates y Cambriles

Rafael de Frutos Brun

Fue hacia 1970 cuando Martín, el panadero, cerró para siempre el viejo caserón y el extenso chamizo de la calle Bonete, donde se fabricó el pan durante toda la guerra. Aquel horno fue una reliquia viva, que en los años difíciles duplicó su plantilla por la simple razón de que había que alimentar a más bocas. Pero pasada la contienda, todo volvió a la normalidad. Solo quedaron Juan Brun y Florencio, que también se jubilaron por aquella época.

El nuevo horno se construyó junto a la casa del propietario y al lado del estanco que también regentaba Martín. Era un horno más grande, moderno, con luz interior y, por supuesto, de leña: brezo y estepas. El pan salía bien cocido, no como ahora, que sale asado por el calambrazo que le atizan con voltios. Sale más asustado que horneado.

Con el horno nuevo llegó también una nueva familia panadera durante unos tres años: Alejandro y su joven yerno, conocidos en la zona como «los Regates». Cocían pan para Prádena, Montejo y Cardoso de donde acudían todos los días al horno con caballerías y serones de mimbre ya que los hornos caseros iban desapareciendo y los molinos de agua cada vez trabajaban menos por la falta de caudal y grano. Todo estaba cambiando. Y en el horno también.

Fue entonces cuando aparecieron Petra y José «Cambriles», un matrimonio mayor que Martín contrató para continuar la labor panadera tras la marcha de los Regates.

Petra era una mujer alta, de movimientos pausados, parca en palabras, poco sociable. Si tenía alegría por dentro, no se le notaba. José, en cambio, era el alma de la calle. De estatura media, simpático, vivaz, ocurrente y siempre con una varita en la mano. A menudo se le veía acompañado por una gran gata que tenían en casa.

José era un excelente panadero, mejor pastelero, y un artista del cordero asado. Se instalaron en la zona sur de Montejo, en la casa de Pedro Polo, justo enfrente de la de mis padres. Pronto se hizo conocido por su habilidad con las cartas, sobre todo con el subastado. No perdonaba una partida, siempre después de comer, en casa de Benito, café en mano, soltando sus frases de sabiduría popular. Cuando perdía, que no siempre se gana, soltaba:—¡Come lumbre, que cagarás ceniza!

No era hombre de taberna. Tras las cartas, salía a pasear o se sentaba en el machacadero del corral a charlar. Una vez, por un problema de salud, hubo que inyectarle. Me pidieron que lo hiciera yo. Como entonces las agujas y jeringas se hervían, aprovechábamos para charlar largo y tendido. A los dos nos gustaba la conversación.  

Un día me explicó el sentido del cartel que tenía colgado en la puerta de su casa con una bailarina en acción y en el que se leía:«Se dan clases de guitarra». Me mostró su guitarra. Me dijo que era su compañera de toda la vida. Que había tocado con —o para— artistas como Marchena y para muchas otras actrices y cantaores. Que había tenido dinero, que vivió bien. Que recorrió media España con su guitarra y que bajo su visera guardaba recuerdos y experiencias de una vida bohemia.

Le pregunté si tenía hijos. Sonrió con picardía y respondió que, entre mantones de Manila, bailaoras, cuerdas, acordes, viajes y escenarios… no hubo tiempo para eso. Además, con esa media sonrisa en la cara, dijo que Petra quería irse a un convento y meterse a monja, pero que tampoco le dio tiempo. 

Anécdotas y recuerdos para cargar un carro.

Pero el tiempo no se detiene. Y aquí viene lo más importante. Porque esta crónica no solo quiere recordar a Petra y a José, sino también al pueblo de Montejo y su forma de responder.

Porque Petra y «Cambriles», en sus últimos años, estaban solos, mayores y en situación precaria. Y Montejo respondió. No les faltó comida, ropa, higiene, salud, compañía, diálogo ni calor humano. No hubo preguntas, ni cotilleos, ni juicios. El pueblo simplemente actuó. Porque lo vio, porque lo sintió.

Yo lo vi. Y doy fe, porque «Cambriles» era mi amigo y vivía frente a mi casa.

Y no sería justo mencionar solo al cura, al alcalde, a Juanjo, Araceli, Lolita «la del cura», Maruja de José, Elena, Ana Mari o a los vecinos más próximos… No. ¡Y cien veces no!

En cada uno de esos nombres está Montejo entero, ese pueblo solidario que no dejó solos a Petra y «Cambriles». Nunca les faltó un plato en la mesa, ni una ropa limpia, ni una ducha caliente, ni un gesto de afecto. Tuvieron una vida más tranquila y más familiar. Y lo hiciste tú, que jugabas al subastado con él. Y tú, que lo saludabas al cruzártelo. Y tú, que te tomabas el café en el bar y lo escuchabas contar por enésima vez la anécdota de la artista aquella del mantón de Manila. Y tú, sentándote en el machacadero y escuchando sus chascarrillos. Y también tú, que ayudaste a Petra en el momento de amortajarlo. Recuerdo que en ese momento me vino a la mente, como un relámpago, un verso de Gustavo Adolfo Bécquer: 

«Cerraron sus ojos, que aún tenía abiertos,

taparon su cara con un blanco lienzo,

y unos sollozando, otros en silencio,

de la triste alcoba todos se salieron»

Y como me impactó, lo escribo. Y como lo viví, lo cuento.

Montejo respondió. Y lo seguirá haciendo.

Rafael de Frutos Brun
Julio, 2025

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