SE APRENDE HACIENDO

Cuando uno ha subido casi todos los peldaños de la escalera de la vida y está a punto de llegar a su cima, con solo poner un pie en la plataforma que la corona, vuelve la cabeza al principio de esa escalera, y a su mente llegan recuerdos vividos en su infancia, que ya no existe, porque pertenece al pasado y está en desuso.

Lo poco que sé, lo aprendí y lo viví en mi infancia, en una zona rural donde las personas eran artesanos de la supervivencia, sin libros, ni herramientas, ni maestros. Con los medios que les proporcionaba la naturaleza, eran capaces de fabricarse todo aquello que necesitaban para subsistir.

Hubo en mi pueblo (y pienso que en todos los pueblos, más o menos) auténticos genios cuya herramienta eran sus manos; su libro, su cabeza; su fruto, su ilusión; y su trabajo, el motor. Su diploma lo recibían en sus ojos al ver la pieza terminada. No subían a ningún podio. No había fanfarria, ni aplausos, ni bulla, pero había una paz en su alma por el deber cumplido que no se compra. Su sabiduría no tenía límite.

Hoy quiero hablar de uno de estos hombres que dejó huella con su vida, su trabajo y su ejemplo. Nació el 22 de mayo de 1891, hijo de Ciriaco Hernán y Nicolasa González—él de Montejo, ella de Cardoso— y fue el último de cuatro hermanos. Se casó con Atanasia Vicioso y fruto del matrimonio tuvieron seis hijos: Emilia Felipa, Santiago, María Milagros, María del Carmen, Elena Paula y Ramiro.

Su infancia, como la de todos los niños, transcurrió entre juegos y la escuela. Lo normal hasta que contrajo una enfermedad, las paperas, a principios del siglo XX, que le privó para siempre de la audición. Nunca más volvió a oír (miento: en una ocasión, trabajando con varias personas, hubo que resguardarse por una tormenta, y fue tan sonoro un trueno que se levantó contento diciendo: “¡Lo he oído, lo he oído!”… pero nada más).

La enfermedad le dejó sordo para toda su vida, y de ahí que casi le suplantaran el apellido, llamándole cariñosamente y con respeto: Emilio «El Sordillo». Un servidor tuvo la suerte de ser su vecino y su amigo, y por ello, porque conozco su vida y sus trabajos, y no quiero que sus nietos ignoren la vida de su abuelo, van estas líneas.

Es verdad que el oído lo había perdido totalmente, pero había desarrollado otros sentidos o cualidades excepcionales que le permitían hacer su vida como a cualquier otro. Si hablabas con él, mantenía una conversación normal leyendo completamente los labios de su interlocutor.

¿Se imaginan a Emilio haciendo, de madera, una horma de calzado para fabricar zapatillas, sandalias u otros zapatos a medida para sus hijos? ¿Una hoz que ya no servía? La dividía en tres trozos y hacía tres cuchillas para limpiar los cerdos en la matanza. De una guadaña rota y un trozo de madera sacaba el cuchillo para matar los cerdos. Hacía carbón vegetal. Fue labrador, como todos. En sus ratos libres, hacía cuerdas para sogas, redes para los carros, las estebas de los arados, las horcas para la era…

En la era preparó un artilugio: colocó una hoz en la trilla que trinchaba la manada de centeno por medio, haciendo que adelantara la parva. Fabricaba los yugos. ¿Se imaginan ustedes las puntadas que tiene un escriño? Los hacía perfectos.

Podías encontrarlo levantando un portillo en el huerto o una devanadera para que su mujer hiciera las madejas que hilaba. Ninguna cosa que atara Emilio se desataba, era un especialista en nudos y en todo lo que se proponía.

Su yerno, Antonio, le preparó un despertador que, a la hora deseada, en lugar de sonar, encendía una luz roja. ¿Ustedes saben con qué alegría me enseñaba aquel despertador?

Siempre ocupado, en silencio, y a lo suyo. Formó su familia y les dejó, además de lo que pudo materialmente, una herencia de sabiduría, y les demostró que las cosas «se aprenden haciendo».

Emilio, si me ves, estarás sonriendo. Yo, sí te veo, aunque sea etéreo, y te imagino con tu delantal, ese que usabas para hacer todo lo que hacías (sin ruido), sin presumir, sin concursar, sin hacerte importante, enseñando a tus hijos y nietos con cariño y humildad.

Nos dejaste a los 84 años —el 14 de diciembre de 1975— una herencia de sabiduría y ejemplo. Yo, puedo decirte, que mientras escribía estas palabras, me has vuelto a emocionar.

Muchísimas gracias, Sordillo.

Rafael De Frutos Brun

Montejo de la Sierra

Julio de 2025

2 Comentarios sobre "SE APRENDE HACIENDO"

  1. Muy buenas Rafa.
    Te estoy muy agradecido por tu transmisión de saber.
    Continuamente te superas.
    Me suena este hombre que falleció el mismo año y a la misma edad que mi abuelo Doroteo Eguía Prieto de Puebla que también llevo una vida ejemplar y honrada por estos mundos.
    Hicieron en su humildad pueblos llenos de humanidad y buen hacer.
    Qué grandes recuerdos.
    Gracias.

  2. Jesús Martín González. | 31/08/2025 at 5:11 pm | Responder

    Cómo siempre, excelente artículo escrito por una buena persona…

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