libro El malandrín de la Puebla
Hace poco, repasando periódicos viejos antes de mandarlos al contenedor de reciclaje, leí en un ejemplar del diario “El País” un reportaje (que cualquiera puede consultar en internet: véase BABELIA. sábado 15/09/12) cuyo título: “El futuro de la lectura” atrajo mi atención de inmediato.
En él se especulaba con el porvenir del libro tal y como lo conocemos ahora, que va siendo lenta pero inexorablemente sustituido por eso a lo que llamamos “E-Book”, nombre que se le ha venido a dar al artefacto o chisme -en ingles claro está, para que todo el mundo sepa lo que es- pero sin que nadie nos atrevamos a nombrarlo en nuestro idioma materno, por aquello de no aparecer como anticuados o fuera de onda.
Los libros, que desde que se crearon, fueron pensados y escritos para ser leídos en papel, necesitan ser algo tangible, físico, duradero aunque frágil; real en definitiva. Piden ser sopesados, acariciados, olidos. Les gusta que peguemos nuestro “ex libris” en el interior; aman los marca páginas y les gusta viajar en nuestras manos. No pretendo desmerecer el “libro” electrónico o digital, que no deja de ser un adelanto, una opción, un soporte más para nuestra cultura, aunque se encuentre inmerso en un mundo ficticio, tanto que solo existe mientras se lo permita la batería que lo alimenta, no siendo de esta manera más que un enfermo con marcapasos.
Insisto: veo también los “pros” de este tipo de archivo capaz de contener cientos de textos, con la indiscutible ventaja de lo mucho abarcado en tan poco espacio; fácil de transportar, ligero y sobre todo útil en los viajes. Fundamental para lectores como podría ser mi caso, que tengo gusto por ir a retortero de dos y hasta tres libros simultáneamente. Qué duda cabe su utilidad para todos aquellos a quienes gustando mucho leer, aborrecen vivir en una casa atestada de estanterías, pero que de ningún modo podrán sustituir jamás a las bibliotecas, siendo no más que un mero soporte y ciertamente etéreo.
Las estanterías, esos escalones vivos y verticales que nos ascienden al conocimiento, capaces de contener vivencias encuadernadas, historias de todo tipo, arte, ciencia, poesía… ¿Y las bibliotecas? En el reportaje de Babelia se cita el ejemplo de la Biblioteca de Nueva York. Explica el autor, con cierto triunfalismo, como han “conseguido” menos estanterías y más espacio para más personas. Pues bien, lo han hecho de un modo singular pero triste: llevándose dos millones de libros que ocupaban ocho plantas a dos almacenes externos. Ahora ese espacio robado al papel impreso será ocupado por hileras de ordenadores, zona wifi, cafeterías…y… ¿Cuántos cientos de personas leyendo?
Espero que no cunda el pánico y no copiemos a los norteamericanos, como en tantas otras cosas absurdas.
Tiemblen los estudiantes de Ciencias de la Documentación (Biblioteconomía), pues su profesión se verá avocada a desaparecer, tal y como lo hizo la de los antiguos fareros, que sabían crear ese vínculo cálido y humano, ahora inexistente, entre la costa sembrada de escollos y las embarcaciones de todo tipo y condición, sobre todo en noches obscuras y tormentosas. En adelante los bibliotecarios, no serán tal vez sino meros conserjes o no serán nada, ya que a esas modernas “bibliotecas” –por llamarlas de alguna manera- no hará falta ir, pues podrá accederse a sus fondos digitales por Internet, sin contar con estos profesionales y sin moverse de casa, para beneficio y recrecimiento del inmisericorde “michelín” que circunde nuestra cintura.
A la gente de nuestra generación, la explosión de la informática nos cogió con el paso cambiado. Muchos se negaron a subir a ese tren, creyéndose tal vez incapaces, viejos y/o acabados. Yo no. A los cincuenta años me apunté a dos cursillos distintos para aprender y, sin pasar de ser un usuario normal, puedo decir que me defiendo más o menos en ese mundillo sin el cual parece que no podríamos sobrevivir y que utilizo, no obstante, cuando y para lo que me interesa, sin dejar que sea él quien me utilice a mí. Creo al tiempo haber aprendido a ver tanto la utilidad como lo negativo del mundo digital, cosa que muchos en su ceguera tecnológica y según he podido comprobar no han logrado alcanzar todavía, deslumbrados por esa supuesta realidad intangible y casi ficticia, tanto, que desaparece y nos deja en pelotas cuando se va la luz o se gasta o estropea la batería de algún dispositivo móvil.
Tal vez parezca algo parcial y subjetivo en mis comentarios, más no puede ser de otro modo siendo como soy encuadernador aficionado. Conozco el alma de cada libro: sus refajos más íntimos constituidos por tiras de papel de estraza, tela tarlatana y cabezadas bordadas. He cosido sus cuadernillos y cuando el libro, en su humildad y pobreza carecía de ellos, he zurcido una a una cada hoja en lugar de pegarlas, para evitar que se separen, mutilándolo. Le he confeccionado con cariño tapas nuevas, como cuando una abuela teje patucos protectores para los piececitos de su nieto, he pegado hermosas guardas y los he decorado, gofrando o dorando adornos, letras y filigranas en su lomo. Y luego los he colocado con orgullo en su estantería, esa que quieren vaciarnos para poner filas de ordenadores y cafeterías a la americana. ¡Cómo no voy a ser parcial!
Cuando un “libro” digital se estropee, su dueño me imagino que lo tirara y comprara otro. No creo que lo lleve al informático para que restaure sus dañados circuitos impresos. Pero un libro, un libro no se tira. Aunque también hay personajes que tiran sus libros (o los del abuelo) sin estar estropeados, o los vende, o regala, que nunca es lo mismo ya que eso no se puede comparar con el frío contenedor o la hirviente hoguera.
Dicen que los libros de papel tienen los días contados. Ya veremos. Como todas las cosas, se trata siempre de una cuestión educativa, cultural e histórica y aunque nuestros hijos y nietos trajinen con portátiles y libros digitales, es nuestra obligación transmitirles la verdad de la letra impresa sobre papel, el gozo del olor a tinta de los libros nuevos, o a años que han adquirido los antiguos con la edad, la sorpresa de la inesperada estampa o grabado, el tacto singular del mamotreto con su peso y el juego irrepetible de pasar las páginas con su peculiar sonido…
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